En la antigua provincia de Mushashi vivía hace mucho tiempo un anciano leñador llamado Mosaku y su joven ayudante y aprendiz llamado Minokichi. Algunos dicen que eran padre e hijo y que vivían solos, otros dicen que el joven Minokichi era hijo de una viuda del lugar y trabajaba con el anciano desde muy niño. En cualquier caso, Mosaku tenía gran ascendencia sobre el chico, a quien quería entrañablemente. Cada día salían juntos a recoger leña a un bosque bastante distante del lugar; para llegar a él tenían que cruzar un río, habitualmente ancho y sereno, pero que al crecer arrastraba los puentes una y otra vez reconstruidos; la única forma de cruzar el río era mediante un bote gobernado por un barquero. Por la tarde, con la carga de leña sobre sus espaldas, volvían al lugar recurriendo de nuevo al bote y al barquero.
La historia empezó un día de invierno cuyo atardecer sorprendió a los leñadores de regreso a casa trayendo una inesperada ventisca de nieve. Corrieron hacia el río, pero el barquero ya se había ido, dejando el bote en la orilla opuesta; no había otra forma de cruzar el río más que nadando, pero, como es lógico, en una noche de ventisca en pleno invierno, esto no era posible. Encontraron refugio en la choza del barquero. Mientras encendían el fuego y comían lo que habían dejado del almuerzo, Mosaku le comentó a su joven compañero que su madre le había hablado de la conveniencia de que fuera pensando en buscar esposa, pues pronto cumpliría veinte años y su madre quería verle padre de unos cuantos niños antes de morir. Minokichi no tomaba demasiado en serio este asunto, aunque estaba dispuesto a obedecer a su madre, como debe hacer todo buen hijo en tan delicado tema como el matrimonio. Estando en esta conversación les fue invadiendo el sueño, hasta que se durmieron ambos protegidos por las tradicionales capas de arroz llamadas yukimino. Minokichi durmió inquieto por los vaivenes del viento y la nieve que azotaban las frágiles paredes de madera de la choza; se despertó a medianoche sobresaltado y se dio cuenta de que el fuego se había apagado, seguramente como consecuencia de un golpe de viento que había abierto la puerta, y de la nieve que empezaba a acumularse sobre las yukimino. Quiso levantarse a cerrar la puerta y volver a encender el fuego, pero sus miembros estaban entumecidos y sus ojos apenas veían. A la luz del resplandor de la nieve pudo, sin embargo , distinguir la figura de una mujer vestida de blanco cuyos vestidos y cabellos ondeaban al viento cubriendo su rostro; caminaba despacio por la nieve, como si no notase ni la furia de la ventisca ni el frío de los copos. Entró en la choza, se inclinó hacia Mosaku y sopló suavemente sobre su rostro; después se irguió y se volvió hacia el joven, se inclinó sobre él; pudo entonces ver muy de cerca aquella cara: la piel muy blanca, el óvalo perfecto, el cabello largo y negro, tan sólo un algo terrible que había en sus ojos rompía tanta armonía de facciones. Al acercársele, el leñador pudo notar cómo le penetraba un frío profundo e intenso como no había sentido jamás. Quiso escapar, pero sus miembros no se movían; quiso gritar, pero de su garganta no salía sonido alguno. Estaba indefenso ante ella. Cuando ya casi rozaba el rostro del joven con el suyo, la mujer se detuvo mirándole largamente; después, sonrió levemente y dijo con una voz que podía confundirse con el sonido del viento entre las ramas:
-Te tenía preparado el mismo destino que a tu compañero, pero tú eres joven y apuesto, te queda tanta vida que no puedo evitar apiadarme de ti; no te haré ningún mal, pero ten cuidado. Si en algún momento de tu vida cuentas a alguien lo que ha pasado esta noche, en ese mismo instante, te mataré. Por tu bien, no lo olvides. El viento agitó un poco más sus cabellos y a Minokichi se le nubló la vista por un segundo; inmediatamente recuperó sus facultades. Se levantó y cerró la puerta pensando en el extraño sueño que había tenido, encontrándole fácil explicación al recordar la charla de la noche. Creyó, pues, que entre la conversación, el viento y el resplandor de la nieve habían creado la ilusión de la mujer blanca. Preguntó a Mosaku si estaba bien, pero el anciano no contestó; se acercó a él y descubrió que su compañero habla muerto congelado. El barquero encontró por la mañana al joven, inconsciente, junto al cadáver de Mosaku. Las atenciones que le prodigó llegaron a tiempo y Minokichi salvó la vida, aunque estuvo muchos meses enfermo tanto por el frío que pasó aquella noche como por la pena de haber perdido a su amigo. Pero era un hombre fuerte y los cuidados de su madre acabaron por surtir su efecto, reparando su salud y su alegría. A pesar de los temores del joven, durante aquellos meses su madre no mencionó nunca nada sobre el matrimonio, demasiado preocupada, sin duda, por la salud de su hijo como para pensar en ese tema.
Llegó el día en que volvió al bosque y empezó de nuevo el trabajo y su vida cotidiana. Una tarde del invierno siguiente volvía el leñador del bosque cuando encontró a una muchacha muy bella que hacía el mismo camino. Saludó el joven, respondió la muchacha, y a Minokichi le pareció que aquella voz era la más dulce que se pudiera oír. Se llamaba O-Yuki y se dirigía a Edo, a casa de unos parientes, pues había perdido recientemente a sus padres y confiaba en que ellos pudieran ayudarla a encontrar trabajo de sirvienta en alguna casa. Por el camino rieron, charlaron, se enteraron de que ninguno de ellos tenía compromiso; en fin, tuvieron una agradable conversación en la que, sin embargo, hablaron más los ojos que los labios y aprendieron más el uno del otro con las miradas que con las palabras. Caía la noche cuando llegaron al pueblo, y tanto las hospitalidad como el deseo de no separarse de ella hicieron que el leñador invitara a la joven a pasar la noche en su casa en lugar de continuar viaje. La madre de Minokichi preparó la cena y poco a pòco, en el transcurso de aquella velada, volvió a su mente la conveniencia de que su hijo se casara. Se prendó de O-Yuki como nuera casi tanto como el leñador se había prendado de ella como mujer. Por fin propuso a la muchacha, cuyos modales y discreción le habían ganado su afecto, que se quedase unos días con ellos. Unas cosas trajeron otras y, finalmente, O-Yuki se casó con Minokichi. Así empezó un tiempo de felicidad en la casa del leñador que pudo dar a su madre la satisfacción de verle padre de cinco niños tan hermosos como su madre y tan sanos y vigorosos como él. En el lugar llamaban la atención por la blancura de su piel que, sin embargo, no alcanzaba la de O-Yuki. Cayó la anciana enferma y su nuera le atendió con tal cariño que la buena mujer murió con palabras de alabanza a la esposa de su hijo en los labios. Pasaron los años y la familia siguió creciendo hasta los diez hijos, todos igualmente sanos y hermosos. Las gentes del pueblo querían a la esposa del leñador aunque no dejaban de admirarse de que, al contrario de las demás mujeres a las que el trabajo y los hijos ajaban tempranamente, ella permaneciera tan joven y hermosa como cuando llegó. Todo era placidez en la vida de Minokichi y O-Yuki, y así hubiera debido seguir siendo toda la vida si Minokichi hubiera seguido guardando su secreto. Una noche, sentados junto al hogar, ya con los niños acostados, el leñador contemplaba extasiado el rostro de su mujer; ella sonreía, como siempre que su marido la miraba así.
-Al verte ahora -dijo el esposo plácidamente- me estás recordando a una mujer que vi una noche, un poco antes de conocerte, era casi tan bonita como tú e igualmente blanca.
O-Yuki no levantó la cara ni varió de expresión, tan sólo preguntó:
-¿Dónde la viste?, cuéntamelo.
Y Minokichi le contó todo lo sucedido aquella noche, la muerte de su compañero, la mujer vestida de blanco y lo que le dijo. Inesperadamente O-Yuki se levantó de la labor, mientras un viento gélido se desataba dentro de la habitación formando un violento remolino en tomo a ella, que le agitaba los cabellos y las ropas.
-Era yo -gritó enfurecida- era yo.
¡Te dije que no lo mencionaras jamás. Debería matarte como te prometí, pero tenemos diez hijos que tendrás que cuidar solo. Y lo harás muy bien, pues si no lo haces así haré yo contigo lo que mereces -sus últimas palabras sonaron como el viento entre las ramas mientras, convertida en niebla blanca, ascendía por la chimenea.
Nadie ha vuelto a ver a O-Yuki.