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Kei Amakura
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MensajeTema: >> Un rapto <<   >> Un rapto << Icon_minitimeLun Mayo 07, 2012 7:05 am

Sería muy largo contar cómo Míster Abner Grey empezó a obsesionarse con Amanda Collins, la nieta de su viejo amigo Harry Collins. Míster Grey, que vivía en una pequeña ciudad canadiense, era un administrador viudo y jubilado, de cuerpo más bien obeso, al que todos tenían por una persona sumamente bondadosa, incapaz de hacerle daño a una mosca. Amanda era una hermosa muchachita de catorce años, que conocía al “tío Abner” desde que era un bebé y confiaba en él tanto como si realmente fuera un miembro más de su familia.

El rapto de Amanda se llevó a cabo fácilmente. A Grey no le costó demasiado que la niña aceptara su generosa oferta de llevarla a casa en coche cuando ella salió del instituto aquella tormentosa tarde otoñal. Aparentemente, la oferta no podía ser más oportuna, pues estaba lloviendo a mares, hacía un viento terrible y el endeble paraguas de Amanda difícilmente hubiera podido resistir mucho tiempo la furia de los elementos. Por añadidura, la calle estaba desierta, pues la gente se había metido en casa para refugiarse del aguacero. No hubo testigos.

Un par de horas después, Amanda se hallaba encerrada en el sótano de la cabaña que Grey tenía en medio del inmenso bosque canadiense, lejos del pueblo más próximo y cerca del lago donde en otros tiempos había pescado no pocas truchas con los abuelos y los padres de su víctima. Hasta entonces todo había resultado muy fácil. Amanda no era una niña tonta, pero confiaba tanto en el “tío Abner” que no se enteró de cuáles eran sus verdaderas intenciones hasta que ya era demasiado tarde.

Aquella noche empezaron a torcerse las cosas para el viejo administrador. Cuando abrió la puerta del sótano para llevarle algo de comida a su víctima, esta se le escurrió y consiguió escapar. Sin embargo, las cosas tampoco le fueron demasiado bien a la muchacha. Perdida en medio de un bosque oscuro y amenazador, desprovista de medios para pedir ayuda (Abner le había quitado el móvil) e ignorante de cómo podría hallar el camino hacia algún lugar habitado, se vio obligada a pasar la noche en el interior de una caverna fría y tenebrosa.

A la mañana siguiente, mientras Amanda caminaba por una estrecha senda forestal, temblando de frío y lívida como un muerto, Abner apareció de repente y volvió a capturarla. El viejo administrativo conocía bien aquellos bosques, no carecía de experiencia como cazador y se jactaba de poder seguir un rastro tan bien como un indio. Quizás esta última aseveración fuera un tanto exagerada, pero lo cierto era que había logrado encontrar a su presa antes de que esta hubiera podido abandonar el bosque. También hay que decir que Amanda, acaso algo atontada por los efectos de la fuerte tensión psicológica y de la dura noche que había pasado en la caverna, apenas había hecho nada para esquivar a su raptor, dejándose coger casi sin resistencia. También era posible que el viejo Abner hubiera acabado por parecerle menos amenazante que aquellas espesuras primitivas y hostiles, donde se decía que aún acechaban pumas y otras cosas peores. Lo cierto es que pocos minutos después Amanda volvía a estar en la cabaña de su vetusto secuestrador.
Esta vez, Abner no la encerró en el sótano, sino que la obligó a tumbarse sobre el sofá de la sala, la ató y la amordazó. A continuación, le desabrochó la ropa y empezó a palpar la juvenil suavidad de su piel con las manos temblorosas de lasciva excitación. Pero entonces sus dedos trémulos tocaron un objeto duro y frío que la niña llevaba en uno de sus bolsillos. Presa de la curiosidad, Abner decidió que la violación de la niña bien podría esperar unos momentos y alzó el objeto para examinarlo. Su sorpresa fue enorme al comprobar que era un diamante finamente tallado y de gran valor. Él había sido dependiente de una joyería en su lejana juventud y sabía reconocer un diamante de verdad cuando lo veía. Olvidándose de la lujuria en favor de la avaricia, Abner le quitó la mordaza a Amanda y le preguntó dónde había encontrado el diamante. La niña tosió varias veces y balbuceó:

-Yo… yo lo encontré en la cueva donde pasé la noche. Había muchos más. Cogí este porque no llevaba dinero encima y pensé que podría serme útil para volver a casa.
-Vale, tranquila y habla claro. ¿Dónde estaba esa cueva?
-En… en las colinas. Cerca había unos árboles secos, muy grandes, con unas ramas que daban miedo. Ayer, cuando los movía el viento, parecían los brazos de un esqueleto gigante que hubiera vuelto a la vida, pensé que querían agarrarme. ¡Por favor, Abner, no quiero volver allí!
-Cálmate, nena, no tendrás que volver. Ya sé de qué sitio hablas. La Cueva del Viejo Jack. ¿Quién lo hubiera pensado? Pero ahora que veo esto…

Abner conocía bien la localización de aquella cueva, aunque nunca había penetrado en su tenebroso interior. De hecho, no se sabía de nadie que hubiera osado penetrar en ella en los últimos cien años, pues entre los granjeros y leñadores del lugar circulaban ciertas leyendas siniestras en relación con aquel oscuro agujero que se hundía en las profundidades de la Tierra. Se decía que allí vivía un monstruo que devoraba a quienes osaban invadir su guarida y cosas por el estilo. Abner pensó que acaso aquella gruta había sido elegida en otros tiempos por alguna banda de malhechores para guardar los botines de sus fechorías. Quizás aquellos mismos bandidos habían hecho circular las leyendas siniestras que corrían sobre la cueva para disuadir a posibles entrometidos. Y, puestos a hacer conjeturas, tampoco era imposible que ellos hubieran sido los verdaderos causantes de las desapariciones de ciertos lugareños demasiado curiosos, desapariciones que posteriormente la superstición popular le habría atribuido al presunto “monstruo” de la cueva. Pero, tantos años después, los bandidos de las montañas ya estarían tan muertos como sus víctimas y nada ni nadie podría impedirle a Abner apoderarse de aquel tesoro que la suerte le ofrecía de forma tan inesperada. Con el dinero que le darían por los diamantes, se iría al extranjero, donde podría llevar una vida placentera, muy lejos de las cárceles canadienses. Decidido a apoderarse de los diamantes lo antes posible, volvió a ponerle la mordaza a Amanda y salió de la casa. Tan embebido estaba con la idea de su inminente riqueza que ni se percató de que había dejado abierta la puerta del vestíbulo.

Una vez sola, Amanda comenzó a forcejear para liberarse de sus ligaduras. Las cuerdas eran fuertes, pero el nudo no estaba demasiado bien hecho y, con tiempo y paciencia, quizás pudiera desatarse. Ya casi lo había conseguido cuando escuchó un siniestro maullido procedente del vestíbulo. Aunque era la primera vez que la niña escuchaba un sonido semejante, no le costó demasiado reconocer que era la voz de un puma hambriento. La fiera había penetrado en la cabaña a través de la puerta que Abner había dejado abierta y se estaba aproximando a la sala, lentamente pero sin pausa, buscando una presa fácil: por ejemplo, una niña atada e indefensa.

Amanda tuvo una idea. Aunque no había logrado desatarse, tenía el mando de la televisión al alcance de la mano. Lo agarró, encendió el aparato, le bajó el volumen todo lo que pudo y empezó a cambiar de canal rápidamente hasta que encontró lo que deseaba: una película de acción cuyos personajes parecían vivir inmersos en un continuo tiroteo. Un instante después, el puma entró en la sala y durante unos segundos examinó a Amanda con sus fríos ojos de predador. El animal parecía dispuesto a cumplir la implacable ley de los bosques, siempre inmisericorde con aquellos que por cualquier motivo no pudieran defenderse. Pero Amanda, aunque no podía defenderse, sí podía engañar. Mientras el gato se aprestaba a saltar sobre su presa, la niña subió al máximo el volumen del televisor, precisamente cuando el tiroteo de la película alcanzaba su punto álgido. Asustado por las súbitas y ruidosas detonaciones, el puma huyó corriendo de la sala, tal como la muchacha había planeado que haría.

Poco después, y tras varios forcejeos, Amanda ya se había desatado completamente. Se quitó la mordaza y empezó a registrar los cajones de la casa en busca de su móvil. Lo halló en la mesilla de noche que había en el dormitorio de Abner. Estaba a punto de llamar a su casa cuando un gruñido procedente del pasillo la dejó helada. ¡El puma había vuelto! Amanda había cometido un grave error cuando, con la cabeza a punto de estallar por culpa de los disparos de la película, había apagado la televisión antes de abandonar la sala. Su primera idea fue correr hacia la puerta del cuarto y cerrarla, pero el puma, aunque todavía inconsciente de la presencia de la niña, estaba demasiado cerca y, si oía sus pasos, llegaría antes que ella. Entonces, se le ocurrió otra idea mejor que, con suerte, le permitiría ganar unos segundos preciosos. Frente al dormitorio, al otro lado del pasillo, había un pequeño cuarto, y en aquel cuarto estaba el teléfono fijo de Abner. Amanda, que de pequeña había pernoctado varias veces en aquella cabaña, acompañando a su familia en sus expediciones de pesca, no ignoraba que aquel teléfono contaba con un contestador automático. Y ella tenía el número del teléfono en el directorio de su móvil.

Amanda llamó al número de Abner, el teléfono dio señal varias veces y luego se oyó la voz, entre mecánica y femenina, del contestador. El puma, sobresaltado primero y atraído después por aquella voz humana, entró en el cuarto del teléfono y, desconcertado por la inexplicable invisibilidad de la persona que hablaba, empezó a olisquear los rincones en un registro tan minucioso como inútil. Cuando el felino hubo penetrado en el cuartucho, Amanda se acercó cautelosamente a la puerta del dormitorio, contando con que el sonido del teléfono ahogaría el leve eco de sus pasos incluso para unos oídos tan finos como los del puma, y la cerró de golpe, echando la llave lo más deprisa que pudo. Una vez que se hubo percatado del nuevo engaño, el puma se abalanzó contra la puerta que protegía a Amanda, pero la madera era muy resistente y el frustrado felino no tardó en abandonar definitivamente la cabaña, conformándose con un pedazo de carne cruda que había encontrado en la cocina.

Una Amanda palidísima pudo por fin respirar aliviada. En parte, podía estar satisfecha consigo misma, pues en dos ocasiones había conseguido sobreponerse a su miedo y usar la cabeza para salir del apuro, sin perjuicio de que aquel puma en cuestión acaso tampoco fuera precisamente el Einstein ni el Leonardo da Vinci de su especie, intelectualmente hablando. Pero Amanda aún se sentía más asustada que orgullosa, así que le hicieron falta varios minutos de reposo para recobrar el aliento. Después, un poco más tranquila, llamó a sus padres para decirles dónde se encontraba. Al final, todo había acabado bastante bien para ella. Cumplir la promesa que había hecho la noche anterior le había costado no pocos problemas, pero Amanda sabía perfectamente que hubiera sido mucho peor para ella no cumplirla.
¿Y Abner Grey? Mientras Amanda llamaba a su familia, el viejo pederasta ya había encontrado un espantoso final en la Cueva del Viejo Jack. Su cuerpo yacía sobre el fangoso suelo de la caverna, medio devorado por las crueles fauces del Morador de la Gruta. Este se sentía satisfecho, pues no había comido tan bien desde 1912, cuando un temerario atracador había osado refugiarse en su cueva, llevando consigo los diamantes que había robado en una joyería (“el Morador de la Gruta” era el nombre que daban las leyendas al monstruo inmortal, carnívoro e inteligente, verdadera abominación “lovecraftiana”, que la noche anterior le había perdonado la vida a Amanda, a cambio de la promesa que esta le había hecho de entregarle lo antes posible la vida de un hombre adulto, cuyo cuerpo le proporcionaría un banquete más copioso que el de una pobre niña asustada).
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